El reino de Indias.
“Por Reales Cédulas de 14 de septiembre de 1519
y 9 de julio de 1520, los dominios americanos habían sido declarados anexos a
la Corona de Castilla como integrantes del Reino de Indias, en un todo
independiente separado y distinto, de los reinos peninsulares y europeos de
dicha Corona y en perfecta igualdad jurídica con todos ellos. Y puesto que las Indias no eran colonias sino un
reino independiente, la Corona obligaba a mantenerlas unidas, para su mayor
perpetuidad y firmeza, prohibiendo su enajenación y en virtud de los trabajos
de descubridores y pobladores, prometía y daba fe y palabra real de que para
siempre jamás serían enajenadas.”
La monarquía indiana.
Para Francisco Suárez la sociedad civil es una
“sociedad natural perfecta”, porque sirve al hombre cuanto requieren las
necesidades de su vida. El hombre es llevado “por naturaleza” a vivir en
sociedad; pero la sociedad no responde por tal causa a razones deterministas,
pues el hombre se asocia por su voluntad. No es la suya la sociedad de las
abejas o de las hormigas; el hombre puede por su voluntad vivir aislado. O sea, que en la formación de la sociedad
humana actúa un elemento racional de consentimiento y convenio, que se llama
pacto social.

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Suárez, atendiendo a los argumentos que son del
dominio de la razón natural, afirmó concluyentemente, que el poder civil no
puede provenir más que de los hombres, pero también que ese poder es
incomprensible si no responde al principio eficiente de una potestad más alta
que la humana. Siguiendo a los escolásticos y en particular a Santo Tomás de
Aquino, dijo que “antes de que se congreguen los hombres en un cuerpo político,
esta potestad no está en cada uno de ellos, ni total ni parcialmente; más aún,
ni existe tampoco en la colección rudimental de hombres o en el agregado de
ellos: luego nunca puede provenir inmediatamente de los mismos hombres esta
potestad”. El planteo conduce a una afirmación: la potestad viene de Dios: pero
Dios no la ejerce directamente, sino que la da “al modo de una propiedad que
sigue la naturaleza”. No por revelación, pues en tal caso la potestad no sería
natural, y no resuelta en la naturaleza humana sino hasta que los hombres se
congregan en una comunidad perfecta y se unen políticamente. “Una vez
constituido el tal cuerpo, al punto se da en él esta potestad, por fuerza de la
razón natural”.
Esta posición conduce a Suárez, cuando trata
del sujeto de la potestad, a decir que el principado político procede
inmediatamente de Dios, “y sin embargo ha sido encomendado a los reyes y a los
supremos senados, no por Dios inmediatamente, sino por los hombres.
Y agrega: “Ningún rey o monarca tiene o ha
tenido el principado político inmediatamente de Dios, sino mediante la voluntad
e institución humana”. O sea, que la potestad le viene al gobernante del
pueblo, quien la concede por su libre consentimiento. Ese traspaso de soberanía
lleva en sí limitaciones en el ejercicio del poder, así por parte de quien la
recibe, que no puede usar de ella a su antojo, como por parte del pueblo que la
confiere, que no puede reasumirla a su capricho. En consecuencia; “si el Rey
tiene la potestad recibida del pueblo, siempre depende de él; luego la potestad
del pueblo es superior”. Esto no quiere que el pueblo, apoyado en su potestad,
pueda a su arbitrio, o cuando se le antoje, proclamar su libertad, porque si
concedió la potestad al Rey y éste la ha aceptado, por el mismo hecho ha
adquirido un dominio que no le puede se quitado mientras cumpla las condiciones
del convenio: “Y por la misma razón, si el Rey cambiase en tiranía su potestad
justa, abusando de ella para daño manifiesto de la ciudad, podría el pueblo
usar de su potestad natural para defenderse, porque de ésta nunca se ha
privado”.
Los cabildos.
En efecto, puede decirse que la actividad del
Cabildo abarca “la estética urbana, la higiene y la salubridad, el empedrado de
las calles, el alumbrado público, la vialidad, el abasto de carnes, el
matadero, y las carnicerías, el régimen interno de esos establecimientos, los
almacenes de géneros y comestibles, las panaderías y pulperías y el orden en
las mismas, el cual, en sus reuniones, resuelve sobre las cuestiones que se
suscitan. El progreso y embellecimiento edilicio, la construcción de edificio,
iglesias, conventos, hospitales, casa de misericordia, lazaretos, cementerios,
son de incumbencia de la institución capitular. Lo son igualmente los asuntos
que se refieren a la instrucción
primaria, a la recepción y pase
de bulas pontificias, a la fundación de escuelas y reglamentación de la
enseñanza; etc.
Agricultura y ganadería.
En cuanto a la distribución o zonas de
productos, es posible decir a grandes trazos que las Antillas constituyeron el
gran laboratorio, la primera estación experimental. La caña de azúcar, el
algodón, la yuca, y el tabaco fueron las bases de se economía. En Méjico, el
maíz, los frutales, el algodón, el cacao, el copal, al cochinilla, la pimienta,
la caña de azúcar y el tabaco. Venezuela fue el reino del cacao, igual que
Guayaquil. El cacao de Venezuela era cotizado en el mercado español
inmediatamente después que el de Soconusco y antes que el de Guayaquil, con el
que se solía mezclar. El cacao vino a sacar de su estancamiento a la economía
venezolana, de tal manera, que a principios del siglo XVII sólo en Caracas
había unas 500.000 plantas, de cuya producción se exportaban anualmente 30.000
fanegas. También se dio en los campos venezolanos la yuca y el tabaco.
En el Nuevo Reino de Granada, tierra diversa y
pródiga, crecieron el trigo, la caña de azúcar, el cacao y plátano. Y en
Centroamérica alcanzaron enorme desarrollo la caña, y el palo campeche o
tintóreo, basamento de un foco bucanero (Bélice). En el Perú se cosechó papa y
trigo y se cultivo la vid; y las tierras del Río de la Plata se mostraron aptas
para hortalizas, hierba mate y pastos. Pastos y hierba mate crecieron también
en Paraguay, la provincia gigante de las Indias. La hierba mate, producida por
un árbol semejante al laurel, se preparaba tostando las hojas, que luego se
molían para hacer la infusión. Era tan enorme el uso de ella, que leemos en
testimonios del siglo XVIII, que algunos, “cuando no tienen con qué comprarla,
dan sus calzones y frazadas, y hubo una mujer que quitó las tejas del tejado
por yerbas...”.
El comercio.
Ahora bien: ¿quiénes comerciaban con América?
Al principio no hubo restricciones. Podían hacerlo todos los súbditos de la
Corona de Castilla, quedando fuera los foráneos.
Pese a la prohibición, los extranjeros se
hicieron con el negocio de tal manera que, a principios del siglo XVI, Sancho
de Moncada escribía al soberano que de diez partes del tráfico, nueve la hacían
los no nacionales “de modo que las Indias son para ellos y el título para
Vuestra Majestad”.
¿Cómo se explica esta enorme participación de
extranjeros en el tráfico mercantil con las Indias? La corriente de extranjeros
hacia la península ibérica antes de la hazaña colombina había sido amplia,
debido a numerosos factores. Los extranjeros habían intervenido activamente en
las luchas de la Cristiandad hispánica contra el Islam; además, los matrimonios
reales, las peregrinaciones al sepulcro de Santiago y la extensión de la Orden
religiosa de Cluny, responsable de dicho santuario, la actividad mercantil, en
suma, habían sido determinantes del vuelco de la emigración extranjera hacia
las ciudades españolas más importantes, en las cuales llegaron a formarse
verdaderos barrios cuya huella perduran hoy en los topónimos callejeros.
Sevilla, en particular, había sido punto
preferido de radicación de los extranjeros. Ya en la segunda mitad del siglo
XV, los comerciantes genoveses, decaídos
de su predominante posición mediterránea luego de la expansión turca, se
habían trasladado a Sevilla y desde ella habían establecido factorías en Jerez.
Cádiz, Lisboa y Costa de Marruecos, donde los convoyes italianos consignados a
Flandes hacían escalas habituales. Pero además, desde Cádiz y San Lúcar de
Barrameda, los genoveses comerciaban con el África portuguesa, las Azores y
Madera y habían participado en la colonización de las Canarias.
Los genoveses y con ellos, aunque en menor
número, florentinos, venecianos, flamencos y hasta franceses no se limitaron a
establecer simples factorías sino que aportaron sus capitales, naves, técnicas
y métodos mercantiles y sistemas de crédito. Nobles algunos de ellos,
entroncaron con la aristocracia local y sus descendientes concluirían por
hispanizarse. Su ejemplo sería decisivo en la transformación de la mentalidad
de la nobleza peninsular, que no desdeñará, en adelante, dedicarse al comercio
y a los viajes, menesteres hasta entonces considerados incompatibles con su
concepto de la vida.
El contrabando y las economías regionales.
A si mismo a fines de dicha centuria eran
extranjeros los principales beneficiarios del comercio de Indias en Sevilla; a
través de testaferros españoles, más del 90 por ciento del capital y utilidades
del tráfico entre América y el puerto andaluz pertenecían en realidad a
franceses, genoveses, holandeses, ingleses y alemanes, por orden de
importancia. Pero más grave que esta participación en el tráfico legal, era
todavía el comercio directo con las Indias realizado por contrabandistas
extranjeros; en el año 1686, las flotas surtían sólo en una tercera parte a los
mercados indianos, abastecidos en los restantes dos tercios por el contrabando.
La competencia de los contrabandistas
extranjeros puso de relieve los defectos y debilidades intrínsecas del sistema
mercantil hispano- americano: lentitud, limitación y alto coste del transporte
a causa del oneroso régimen de flotas con escolta militar; numerosos impuestos
de recaudación compleja, administración deplorable y elevado importe, ya que en
el siglo XVII la política tributaria perseguía objetivos principalmente
fiscales, más que económicos; y, sobre todo, organización mercantil
rudimentaria, anticuada, caracterizada por la falta de capitales. La
persistencia de una oferta deliberadamente escasa con objeto de mantener un
altísimo nivel de precios y ganancias, era algo inherente al sistema comercial
indiano, y lo hizo sucumbir en el siglo XVII ante la competencia extranjera; la
Corona, imposibilitada para detener ésta por la fuerza desde que había perdido
el dominio del mar, esgrimió como única y pobre arma una legislación
restrictiva y por completa ineficaz.
El enorme desarrollo del contrabando extranjero
trató de evitarse mediante una legislación represiva muy severa, que multiplicó
el número de aduanas, inspecciones y fiscalizaciones de todo género; el coste
del subsiguiente aparato administrativo recayó sobre el tráfico legal, haciendo
aún más grande la carga tributaria que este soportaba. Y ello fue a la larga,
un nuevo estímulo para el contrabando.
La “vaquería del mar”
Según Esteban Campal, las vaquerías
“Constituían el hábitat natural de estirpes homogéneas de ganados cimarrones,
formadas por selección natural –en el sentido darwiniano- y concentración
espontánea en los mejores campos naturales. Tanto en las “vaqueadas” para
formar “vacadas” o rodeos de ganados mansos o “estantes” –de ahí la palabra
“estancia” aplicada a la ganadería hispanoamericana-, como también las
“correrías” para faenas de cueros, sebo y grasa, estas vaquerías de vigorosos
cornúpetos, fueron desde el principio las más disputadas, por lo menos en la
Banda Oriental. Constituyeron en nuestro territorio los focos de atracción de
las corrientes depredatorias que abrieron los cauces del comercio clandestino y
del dominio territorial, tras los cuales, siguiendo idénticos caminos, se fueron
asentando las poblaciones estables”.
Las intendencias del Ejército y Provincias.

vida de la Iglesia; es decir,
apoyado en los derechos de regalía de la Corona, centralizar la administración
a los fines del Estado- Nación. Era el sistema propio para un régimen colonial
que se implantaba en un continente que se consideraba parte de un Imperio y no
subalterno de una metrópoli, y menos de un Estado- nacional; sistema que para
no fracasar debió demostrar, desde el primer momento, la eficiencia de su
acción. Lo que dicho sea de paso no logró hacer.
El libre comercio, la aduana y el consulado.
A partir de la creación del Virreinato se
produjeron importantes modificaciones legales e institucionales de carácter
económico. Los Borbones y sus ministros –los llamados reformadores- tuvieron
por objetivo principal de su política económica hacer de las provincias del
Reino de Indias verdaderas colonias que produjesen materias primas y alimentos
para España y consumieran el excedente de la producción industrial peninsular,
activamente protegida y desarrollada. Para lograrlo era necesario limitar al
máximo o suprimir los talleres artesanales de América, fomentar la agricultura
y mantener su ganadería y la explotación minera como única producción. De esta
manera, y siempre que se impidiera el contrabando, España podría convertirse en
una metrópoli industrial salvándose de la aguda decadencia y recesión
económicas que había caído desde la pérdida de Flandes, las continuas guerras y
los excesos fiscales derivados de esta situación y del “espejismo de los
metales” –el oro y la plata de Indias- de la concepción mercantilista.
En definitiva, el prohibicionismo monopolista
de los Borbones, apoyado por el celo de los Virreyes y el interés de los
comerciantes (registreros) vinculados directamente con el régimen, fue, cada
vez más, burlado por los partidarios del “libre comercio” -en realidad
contrabandistas- que disponían de grandes recursos y contaban con el
beneplácito de la Audiencia y la Aduana para desembarcar más o menos libremente
sus géneros. Este poderoso núcleo de intereses, integrante de “la parte más
sana y distinguida del vecindario” de la Capital virreinal, en la hora de la
crisis de la monarquía nacional hispanoamericana, habría de jugar un papel
predominante para obtener el mejor provecho de la situación, pasando a detentar
el poder político a la sombra de su proclamada lealtad a un Rey ausente e
impedido, con el sólido apoyo de sus habituales proveedores y clientes de Gran
Bretaña.
La lucha de puertos.
Con la erección del Real Consulado de Comercio
en Buenos Aires en 1794, daría comienzo una encarnizada lucha comercial entre
las dos ciudades del Plata, cuyas consecuencias produjeron hondas divergencias
y hostilidades recíprocas entre sus poblaciones. El auge de Montevideo y su
rápido desarrollo, provocaron los celos y rivalidades de Buenos Aires, cuyo
pueblo y gobierno se aunaron para librar contra la vecina rival una verdadera
“guerra de puertos”. El Consulado fue el órgano encargado de exteriorizar la
animosidad bonaerense –que por esta obsesión portuaria exclusivista comenzaría
a ser denominada “porteña”- dirigida a
impedir el desarrollo de Montevideo y afianzar para sí, como Capital del
Virreinato, el carácter de “puerto único” en el Río de la Plata.
Nuevos repartimientos y primeros latifundios.
Para dar satisfacción a la demanda de tierras
del vecindario de Montevideo, ya antes de 1760 se efectuaron nuevos
repartimientos de estancias, una vez obtenida relativa seguridad en la campaña
por el retiro de los charruas y minuanes hacia el norte.
Al compás del desarrollo de la ciudad –puerto,
una parte de su vecindario, dedicado al comercio, fue acumulando riqueza que le
permitió competir con ventaja en el mercado de tierras acumulando campos en
mucha mayor extensión que la de los primeros repartimientos limitados a una
“suerte”. Surgieron así los primeros latifundios.
La primera gran concesión –hecha a título
gratuito- fue la otorgada a Francisco de Alzáibar por el gobernador Salcedo y
confirmada por el Rey en 1745. Abarcaba una importantísima rinconada, con
puerto propio de exportación, entre el Santa Lucía, el San José, el Luis
Pereira y el Plata.
El contrabando y el arreglo de los campos.
Esteban Campal sintetiza las soluciones en que
todos estos coincidían, de la siguiente manera:
1°) Dar títulos de propiedad de las tierras que
estuviesen pobladas a aquellos que no las tuvieran;
2°) Quitarles la tierra para redistribuirlas, a
quienes no la tuviesen poblada;
3°) Las tierras realengas o confiscadas, se
entregarían gratuitamente en moderadas suertes de estancias a los que
estuvieran dispuestos a trabajarlas personalmente, dándoles preferencia a los
más pobres, ya fueran indios, negros o mulatos, acordándoseles la propiedad
definitiva, después de explotarlas cinco años, haciendo que fuera vigente la
Real Orden del 11 de abril de 1768, que en su artículo 9° decía: “Que sean
preferidos siempre los que carezcan de tierras propias o arrendadas como más
necesitadas”;
4°) Los ganados orejanos en su calidad de bien
común, se destinarían a las necesidades públicas, pero los pobres serían
agraciados con el necesario para poblar sus campos;
5°) Todo el ganado debía ser sometido a rodeo y
marcado.
“Estos beneficios serían compensados por los
pobladores manteniendo armas propias para la defensa común, construyendo
iglesias cada 16 o 20 leguas y pagando maestros para la educación de los
hijos”.
Extraído
de “Crónica general del Uruguay” de W. Reyes Abadie y A. Vazquez Romero.
Ediciones de la Banda Oriental.
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