sábado, 1 de septiembre de 2012

Repartido 4. Régimen indiano.


El reino de Indias.

“Por Reales Cédulas de 14 de septiembre de 1519 y 9 de julio de 1520, los dominios americanos habían sido declarados anexos a la Corona de Castilla como integrantes del Reino de Indias, en un todo independiente separado y distinto, de los reinos peninsulares y europeos de dicha Corona y en perfecta igualdad jurídica con todos ellos. Y puesto  que las Indias no eran colonias sino un reino independiente, la Corona obligaba a mantenerlas unidas, para su mayor perpetuidad y firmeza, prohibiendo su enajenación y en virtud de los trabajos de descubridores y pobladores, prometía y daba fe y palabra real de que para siempre jamás serían enajenadas.”

La monarquía indiana.

Para Francisco Suárez la sociedad civil es una “sociedad natural perfecta”, porque sirve al hombre cuanto requieren las necesidades de su vida. El hombre es llevado “por naturaleza” a vivir en sociedad; pero la sociedad no responde por tal causa a razones deterministas, pues el hombre se asocia por su voluntad. No es la suya la sociedad de las abejas o de las hormigas; el hombre puede por su voluntad vivir aislado.  O sea, que en la formación de la sociedad humana actúa un elemento racional de consentimiento y convenio, que se llama pacto social.
Cuadro de texto:

 
Congregarse en sociedad importa sujetarse  a su potestad, pues dice Suárez,“sin gobierno político, o al menos un orientador hacia él, no puede concebirse un cuerpo político”, dado que, entre otras razones, sin tal gobierno el cuerpo “no podría ser dirigido al mismo fin y bien común”. Tal la razón de ser del Estado. dice Suárez: “Ni el bien de los individuos ni el del Estado en cuanto a tal, constituyen el fin del Estado, sino el bien común social”.
Suárez, atendiendo a los argumentos que son del dominio de la razón natural, afirmó concluyentemente, que el poder civil no puede provenir más que de los hombres, pero también que ese poder es incomprensible si no responde al principio eficiente de una potestad más alta que la humana. Siguiendo a los escolásticos y en particular a Santo Tomás de Aquino, dijo que “antes de que se congreguen los hombres en un cuerpo político, esta potestad no está en cada uno de ellos, ni total ni parcialmente; más aún, ni existe tampoco en la colección rudimental de hombres o en el agregado de ellos: luego nunca puede provenir inmediatamente de los mismos hombres esta potestad”. El planteo conduce a una afirmación: la potestad viene de Dios: pero Dios no la ejerce directamente, sino que la da “al modo de una propiedad que sigue la naturaleza”. No por revelación, pues en tal caso la potestad no sería natural, y no resuelta en la naturaleza humana sino hasta que los hombres se congregan en una comunidad perfecta y se unen políticamente. “Una vez constituido el tal cuerpo, al punto se da en él esta potestad, por fuerza de la razón natural”.
Esta posición conduce a Suárez, cuando trata del sujeto de la potestad, a decir que el principado político procede inmediatamente de Dios, “y sin embargo ha sido encomendado a los reyes y a los supremos senados, no por Dios inmediatamente, sino por los hombres.
Y agrega: “Ningún rey o monarca tiene o ha tenido el principado político inmediatamente de Dios, sino mediante la voluntad e institución humana”. O sea, que la potestad le viene al gobernante del pueblo, quien la concede por su libre consentimiento. Ese traspaso de soberanía lleva en sí limitaciones en el ejercicio del poder, así por parte de quien la recibe, que no puede usar de ella a su antojo, como por parte del pueblo que la confiere, que no puede reasumirla a su capricho. En consecuencia; “si el Rey tiene la potestad recibida del pueblo, siempre depende de él; luego la potestad del pueblo es superior”. Esto no quiere que el pueblo, apoyado en su potestad, pueda a su arbitrio, o cuando se le antoje, proclamar su libertad, porque si concedió la potestad al Rey y éste la ha aceptado, por el mismo hecho ha adquirido un dominio que no le puede se quitado mientras cumpla las condiciones del convenio: “Y por la misma razón, si el Rey cambiase en tiranía su potestad justa, abusando de ella para daño manifiesto de la ciudad, podría el pueblo usar de su potestad natural para defenderse, porque de ésta nunca se ha privado”.

Los cabildos.

En efecto, puede decirse que la actividad del Cabildo abarca “la estética urbana, la higiene y la salubridad, el empedrado de las calles, el alumbrado público, la vialidad, el abasto de carnes, el matadero, y las carnicerías, el régimen interno de esos establecimientos, los almacenes de géneros y comestibles, las panaderías y pulperías y el orden en las mismas, el cual, en sus reuniones, resuelve sobre las cuestiones que se suscitan. El progreso y embellecimiento edilicio, la construcción de edificio, iglesias, conventos, hospitales, casa de misericordia, lazaretos, cementerios, son de incumbencia de la institución capitular. Lo son igualmente los asuntos que se refieren a la instrucción  primaria, a la recepción  y pase de bulas pontificias, a la fundación de escuelas y reglamentación de la enseñanza; etc.

Agricultura y ganadería.

En cuanto a la distribución o zonas de productos, es posible decir a grandes trazos que las Antillas constituyeron el gran laboratorio, la primera estación experimental. La caña de azúcar, el algodón, la yuca, y el tabaco fueron las bases de se economía. En Méjico, el maíz, los frutales, el algodón, el cacao, el copal, al cochinilla, la pimienta, la caña de azúcar y el tabaco. Venezuela fue el reino del cacao, igual que Guayaquil. El cacao de Venezuela era cotizado en el mercado español inmediatamente después que el de Soconusco y antes que el de Guayaquil, con el que se solía mezclar. El cacao vino a sacar de su estancamiento a la economía venezolana, de tal manera, que a principios del siglo XVII sólo en Caracas había unas 500.000 plantas, de cuya producción se exportaban anualmente 30.000 fanegas. También se dio en los campos venezolanos la yuca y el tabaco.
En el Nuevo Reino de Granada, tierra diversa y pródiga, crecieron el trigo, la caña de azúcar, el cacao y plátano. Y en Centroamérica alcanzaron enorme desarrollo la caña, y el palo campeche o tintóreo, basamento de un foco bucanero (Bélice). En el Perú se cosechó papa y trigo y se cultivo la vid; y las tierras del Río de la Plata se mostraron aptas para hortalizas, hierba mate y pastos. Pastos y hierba mate crecieron también en Paraguay, la provincia gigante de las Indias. La hierba mate, producida por un árbol semejante al laurel, se preparaba tostando las hojas, que luego se molían para hacer la infusión. Era tan enorme el uso de ella, que leemos en testimonios del siglo XVIII, que algunos, “cuando no tienen con qué comprarla, dan sus calzones y frazadas, y hubo una mujer que quitó las tejas del tejado por yerbas...”.

El comercio.

Ahora bien: ¿quiénes comerciaban con América? Al principio no hubo restricciones. Podían hacerlo todos los súbditos de la Corona de Castilla, quedando fuera los foráneos.

Pese a la prohibición, los extranjeros se hicieron con el negocio de tal manera que, a principios del siglo XVI, Sancho de Moncada escribía al soberano que de diez partes del tráfico, nueve la hacían los no nacionales “de modo que las Indias son para ellos y el título para Vuestra Majestad”.
¿Cómo se explica esta enorme participación de extranjeros en el tráfico mercantil con las Indias? La corriente de extranjeros hacia la península ibérica antes de la hazaña colombina había sido amplia, debido a numerosos factores. Los extranjeros habían intervenido activamente en las luchas de la Cristiandad hispánica contra el Islam; además, los matrimonios reales, las peregrinaciones al sepulcro de Santiago y la extensión de la Orden religiosa de Cluny, responsable de dicho santuario, la actividad mercantil, en suma, habían sido determinantes del vuelco de la emigración extranjera hacia las ciudades españolas más importantes, en las cuales llegaron a formarse verdaderos barrios cuya huella perduran hoy en los topónimos callejeros.
Sevilla, en particular, había sido punto preferido de radicación de los extranjeros. Ya en la segunda mitad del siglo XV, los comerciantes genoveses, decaídos  de su predominante posición mediterránea luego de la expansión turca, se habían trasladado a Sevilla y desde ella habían establecido factorías en Jerez. Cádiz, Lisboa y Costa de Marruecos, donde los convoyes italianos consignados a Flandes hacían escalas habituales. Pero además, desde Cádiz y San Lúcar de Barrameda, los genoveses comerciaban con el África portuguesa, las Azores y Madera y habían participado en la colonización de las Canarias.
Los genoveses y con ellos, aunque en menor número, florentinos, venecianos, flamencos y hasta franceses no se limitaron a establecer simples factorías sino que aportaron sus capitales, naves, técnicas y métodos mercantiles y sistemas de crédito. Nobles algunos de ellos, entroncaron con la aristocracia local y sus descendientes concluirían por hispanizarse. Su ejemplo sería decisivo en la transformación de la mentalidad de la nobleza peninsular, que no desdeñará, en adelante, dedicarse al comercio y a los viajes, menesteres hasta entonces considerados incompatibles con su concepto de la vida.

El contrabando y las economías regionales.

A si mismo a fines de dicha centuria eran extranjeros los principales beneficiarios del comercio de Indias en Sevilla; a través de testaferros españoles, más del 90 por ciento del capital y utilidades del tráfico entre América y el puerto andaluz pertenecían en realidad a franceses, genoveses, holandeses, ingleses y alemanes, por orden de importancia. Pero más grave que esta participación en el tráfico legal, era todavía el comercio directo con las Indias realizado por contrabandistas extranjeros; en el año 1686, las flotas surtían sólo en una tercera parte a los mercados indianos, abastecidos en los restantes dos tercios por el contrabando.
La competencia de los contrabandistas extranjeros puso de relieve los defectos y debilidades intrínsecas del sistema mercantil hispano- americano: lentitud, limitación y alto coste del transporte a causa del oneroso régimen de flotas con escolta militar; numerosos impuestos de recaudación compleja, administración deplorable y elevado importe, ya que en el siglo XVII la política tributaria perseguía objetivos principalmente fiscales, más que económicos; y, sobre todo, organización mercantil rudimentaria, anticuada, caracterizada por la falta de capitales. La persistencia de una oferta deliberadamente escasa con objeto de mantener un altísimo nivel de precios y ganancias, era algo inherente al sistema comercial indiano, y lo hizo sucumbir en el siglo XVII ante la competencia extranjera; la Corona, imposibilitada para detener ésta por la fuerza desde que había perdido el dominio del mar, esgrimió como única y pobre arma una legislación restrictiva y por completa ineficaz.
El enorme desarrollo del contrabando extranjero trató de evitarse mediante una legislación represiva muy severa, que multiplicó el número de aduanas, inspecciones y fiscalizaciones de todo género; el coste del subsiguiente aparato administrativo recayó sobre el tráfico legal, haciendo aún más grande la carga tributaria que este soportaba. Y ello fue a la larga, un nuevo estímulo para el contrabando.

 

La “vaquería del mar”


Según Esteban Campal, las vaquerías “Constituían el hábitat natural de estirpes homogéneas de ganados cimarrones, formadas por selección natural –en el sentido darwiniano- y concentración espontánea en los mejores campos naturales. Tanto en las “vaqueadas” para formar “vacadas” o rodeos de ganados mansos o “estantes” –de ahí la palabra “estancia” aplicada a la ganadería hispanoamericana-, como también las “correrías” para faenas de cueros, sebo y grasa, estas vaquerías de vigorosos cornúpetos, fueron desde el principio las más disputadas, por lo menos en la Banda Oriental. Constituyeron en nuestro territorio los focos de atracción de las corrientes depredatorias que abrieron los cauces del comercio clandestino y del dominio territorial, tras los cuales, siguiendo idénticos caminos, se fueron asentando las poblaciones estables”.


Las intendencias del Ejército y Provincias.

Cuadro de texto:  El nuevo régimen afectó toda la estructura política y judicial de las Indias. Tanto los Virreyes como los Cabildos vieron disminuidas sus facultades. Funcionarios designados por el Rey fueron encargados, con poderes judiciales ordinarios, con la misión de presidir los acuerdos capitulares, de controlar los recursos de los ayuntamientos, dirigir la economía en sus jurisdicciones, manejar la Real Hacienda, vincular los intereses de cada Intendencia a los de la península, sistematizar las rentas eclesiásticas e intervenir en la
vida de la Iglesia; es decir, apoyado en los derechos de regalía de la Corona, centralizar la administración a los fines del Estado- Nación. Era el sistema propio para un régimen colonial que se implantaba en un continente que se consideraba parte de un Imperio y no subalterno de una metrópoli, y menos de un Estado- nacional; sistema que para no fracasar debió demostrar, desde el primer momento, la eficiencia de su acción. Lo que dicho sea de paso no logró hacer.

El libre comercio, la aduana y el consulado.

A partir de la creación del Virreinato se produjeron importantes modificaciones legales e institucionales de carácter económico. Los Borbones y sus ministros –los llamados reformadores- tuvieron por objetivo principal de su política económica hacer de las provincias del Reino de Indias verdaderas colonias que produjesen materias primas y alimentos para España y consumieran el excedente de la producción industrial peninsular, activamente protegida y desarrollada. Para lograrlo era necesario limitar al máximo o suprimir los talleres artesanales de América, fomentar la agricultura y mantener su ganadería y la explotación minera como única producción. De esta manera, y siempre que se impidiera el contrabando, España podría convertirse en una metrópoli industrial salvándose de la aguda decadencia y recesión económicas que había caído desde la pérdida de Flandes, las continuas guerras y los excesos fiscales derivados de esta situación y del “espejismo de los metales” –el oro y la plata de Indias- de la concepción mercantilista.
En definitiva, el prohibicionismo monopolista de los Borbones, apoyado por el celo de los Virreyes y el interés de los comerciantes (registreros) vinculados directamente con el régimen, fue, cada vez más, burlado por los partidarios del “libre comercio” -en realidad contrabandistas- que disponían de grandes recursos y contaban con el beneplácito de la Audiencia y la Aduana para desembarcar más o menos libremente sus géneros. Este poderoso núcleo de intereses, integrante de “la parte más sana y distinguida del vecindario” de la Capital virreinal, en la hora de la crisis de la monarquía nacional hispanoamericana, habría de jugar un papel predominante para obtener el mejor provecho de la situación, pasando a detentar el poder político a la sombra de su proclamada lealtad a un Rey ausente e impedido, con el sólido apoyo de sus habituales proveedores y clientes de Gran Bretaña.

La lucha de puertos.

Con la erección del Real Consulado de Comercio en Buenos Aires en 1794, daría comienzo una encarnizada lucha comercial entre las dos ciudades del Plata, cuyas consecuencias produjeron hondas divergencias y hostilidades recíprocas entre sus poblaciones. El auge de Montevideo y su rápido desarrollo, provocaron los celos y rivalidades de Buenos Aires, cuyo pueblo y gobierno se aunaron para librar contra la vecina rival una verdadera “guerra de puertos”. El Consulado fue el órgano encargado de exteriorizar la animosidad bonaerense –que por esta obsesión portuaria exclusivista comenzaría a ser denominada “porteña”- dirigida  a impedir el desarrollo de Montevideo y afianzar para sí, como Capital del Virreinato, el carácter de “puerto único” en el Río de la Plata.

Nuevos repartimientos y primeros latifundios.

Para dar satisfacción a la demanda de tierras del vecindario de Montevideo, ya antes de 1760 se efectuaron nuevos repartimientos de estancias, una vez obtenida relativa seguridad en la campaña por el retiro de los charruas y minuanes hacia el norte.
Al compás del desarrollo de la ciudad –puerto, una parte de su vecindario, dedicado al comercio, fue acumulando riqueza que le permitió competir con ventaja en el mercado de tierras acumulando campos en mucha mayor extensión que la de los primeros repartimientos limitados a una “suerte”. Surgieron así los primeros latifundios.
La primera gran concesión –hecha a título gratuito- fue la otorgada a Francisco de Alzáibar por el gobernador Salcedo y confirmada por el Rey en 1745. Abarcaba una importantísima rinconada, con puerto propio de exportación, entre el Santa Lucía, el San José, el Luis Pereira y el Plata.

El contrabando y el arreglo de los campos.

Esteban Campal sintetiza las soluciones en que todos estos coincidían, de la siguiente manera:
1°) Dar títulos de propiedad de las tierras que estuviesen pobladas a aquellos que no las tuvieran;
2°) Quitarles la tierra para redistribuirlas, a quienes no la tuviesen poblada;
3°) Las tierras realengas o confiscadas, se entregarían gratuitamente en moderadas suertes de estancias a los que estuvieran dispuestos a trabajarlas personalmente, dándoles preferencia a los más pobres, ya fueran indios, negros o mulatos, acordándoseles la propiedad definitiva, después de explotarlas cinco años, haciendo que fuera vigente la Real Orden del 11 de abril de 1768, que en su artículo 9° decía: “Que sean preferidos siempre los que carezcan de tierras propias o arrendadas como más necesitadas”;
4°) Los ganados orejanos en su calidad de bien común, se destinarían a las necesidades públicas, pero los pobres serían agraciados con el necesario para poblar sus campos;
5°) Todo el ganado debía ser sometido a rodeo y marcado.

“Estos beneficios serían compensados por los pobladores manteniendo armas propias para la defensa común, construyendo iglesias cada 16 o 20 leguas y pagando maestros para la educación de los hijos”.

Extraído de “Crónica general del Uruguay” de W. Reyes Abadie y A. Vazquez Romero. Ediciones de la Banda Oriental.

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