viernes, 10 de septiembre de 2010

Crítica a la Abolición del regimen feudal y la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano

Critica a la abolición del régimen feudal y la Declaración de derechos

1. La noche del 4 de agosto y la Declaración de derechos

Ante la insurrección del campo, la Asamblea Nacional pensó por un momento organizar la represión. El 3 de agosto, la discusión se centró sobre un proyecto de decreto del Comité de relaciones:

“La Asamblea Nacional, informada de que el pago de las rentas, diezmos, impuestos, réditos señoriales, ha sido obstinadamente rechazado; que gentes en armas son culpables de actos de violencia, que entran en los castillos, se adueñan de documentos y títulos y los queman en los patios..., declara que ninguna razón puede legitimar las suspensiones de los pagos de los impuestos o de cualquier otro rédito hasta que la Asamblea se haya pronunciado respecto de esos diferentes derechos”.

La Asamblea se dio cuenta del peligro de una política de represión. No tenía interés alguno en confiar el mando de las fuerzas represivas al Gobierno real, que podría aprovecharse y llevar a cabo algún atentado contra la representación nacional. La burguesía constituyente dudaba en cuanto a organizar la represión, pues no podía dejar de expropiar a la nobleza sin temer por sus bienes. Por tanto, consintió en hacer concesiones. Se admitía que los derechos feudales constituían una propiedad de tipo especial, con frecuencia usurpada o impuesta por la violencia, y que era legítimo someter a comprobación los títulos que justificaban los cargos sobre el campesino. Su habilidad consistió en confiar el cuidado de llevar a cabo la operación a un noble liberal, el duque de Aiguillon, uno de los propietarios más importantes del reino; su intervención arruinó a los privilegiados y estimuló a la nobleza liberal. Los jefes de la burguesía revolucionaria forzaron de esta manera a la Asamblea a que se desprendiese de los intereses particulares inmediatos.

La sesión del 4 de agosto, por la tarde, así preparada, se abrió con la intervención del conde de Noailles, segundón y sin fortuna, propenso a la abolición de todos los privilegios fiscales, la supresión del trabajo corporal, las “manos-muertas ” y cualquier clase de servicio personal, la amortización de los derechos reales; el duque de Aiguillon el apoyó calurosamente. Estas proposiciones se votaron con un entusiasmo tanto mayor cuanto que el sacrificio que se pedía era más aparente que real. El impulso inicial hizo que todos los privilegios de los estamentos, de las provincias, de las ciudades, se sacrificasen en el altar de la Patria. Derecho de caza, cotos, palomares, jurisdicciones señoriales, venalidades de cargos, todo quedó abolido. A propuesta de un noble, el clero renunció al diezmo. Para clausurar esta abjuración tan grandiosa, a las dos de la mañana Luis XVI fue proclamado restaurador de la libertad francesa. La unidad administrativa y política del país, cosa que la monarquía absoluta no había podido llevar a cabo, parecía terminada. El Antiguo Régimen había acabado.

En efecto, los sacrificios de la noche del 4 de agosto constituían más bien una concesión a las exigencias del momento que una satisfacción concedida voluntariamente a las reivindicaciones campesinas. Según Mirabeau, en el número 26 del Courrier de Provence (10 de agosto),

“Todos los trabajos de la Asamblea, desde el 4 de agosto, tienen por objeto restablecer en el reino la autoridad de las leyes y dar al pueblo las armas de su dicha, moderando su inquietud con el goce inmediato de los primeros beneficios de la libertad”.

Las decisiones de la noche del 4 de agosto habían sido firmes, aunque a falta de redacción definitiva. Cuando fue preciso darle forma, la Asamblea se esforzó en atenuar en la práctica el alcance de las medidas que se habían tomado ante el impulso de las rebeliones populares. Los oponentes, llevados en cierto momento por el entusiasmo, se volvieron atrás; el clero en particular intentó volverse atrás sobre la supresión del diezmo. “La Asamblea general había abolido por completo el régimen feudal”. Pero se introdujeron una serie de restricciones en los decretos definitivos. Los derechos que pesaban sobre las personas quedaron abolidos, pero aquellos que gravaban las tierras se declararon amortizables; era admitir que los derechos feudales se percibían en virtud de un contrato que antaño existía entre los señores propietarios y los campesinos arrendadores de las tierras. El campesino estaba liberado, aunque no su tierra; pronto se dio cuenta de estas singulares restricciones y que tenía que pagar hasta que la abolición fuese completa.

Cuando la Asamblea Nacional definió las modalidades de amortización, las restricciones se agravaron aún más. No se exigía al señor ninguna prueba de su derecho a la tierra o bien los contratos de sus antepasados llevados a cabo con los campesinos. En estas condiciones, tanto al campesino que fuese demasiado pobre para amortizar sus tierras como al que estuviese en mejores condiciones se le imponía algo de tal índole que la amortización era imposible. El sistema feudal, abolido en teoría, continuaba existiendo en lo principal. La desilusión fue grande entre las masas de campesinos. En más de un lugar se organizó la resistencia: en un acuerdo tácito, se rehusó pagar los impuestos, y empezaron los desórdenes. La Asamblea no dejó de mantenerse firme en sus decisiones y sostuvo hasta el fin su legislación clasista. Los campesinos tuvieron que esperar a los votos de la Asamblea legislativa y de la Convención para sacar las verdaderas consecuencias de la noche del 4 de agosto y ver al feudalismo totalmente abolido.

Pero a pesar de estas restricciones los resultados de la noche del 4 de agosto, sancionados por los decretos del 5 al 11 de agosto, no dejaron de tener una importancia extrema. La Asamblea Nacional destruyó al Antiguo Régimen. Las diferencias, los privilegios y los particularismos quedaron abolidos. A partir de ese momento todos los franceses poseían los mismos derechos y los mismos deberes, teniendo acceso a todos los empleos y pagando los mismos impuestos. El territorio estaba unificado: los múltiples sistemas de la antigua Francia, destruidos; las costumbres locales, los privilegios provinciales y ciudadanos desaparecieron. La Asamblea había logrado hacer tabla rasa. Se trataba de reconstruir.

Desde principios del mes de agosto, la Asamblea se dedicó especialmente a esta tarea. En la sesión del 9 de julio, en nombre del Comité de Constitución, Mounier desarrolló los principios que presidirían la nueva Constitución proclamando la necesidad de que fuese precedida de una Declaración de derechos:

“Para que una Constitución sea buena, es preciso que se funde en los derechos del hombre y que los proteja; hay que conocer los derechos de la justicia natural concedida a todos los individuos, y hay que recordar todos los principios que deben formar la base de cualquier clase de sociedad política y que cada artículo de la Constitución pueda ser la consecuencia de un principio... Esta Declaración habrá de ser corta, simple y precisa”.

El 1 de agosto la Asamblea reanudó la discusión. La unanimidad estaba lejos de existir en cuanto a la necesidad de redactar una declaración de derechos, y es precisamente en este punto en el que surgen los debates en que muchos oradores tuvieron oportunidad de intervenir. Personas moderadas, como Malouet, asustadas por los desórdenes, lo consideraban inútil o peligroso. Otras, como el abate Grégoire, deseaban completarla con una Declaración de deberes. El 4, por la mañana, la Asamblea decretó que la Constitución iría precedida de una Declaración de derechos. La discusión progresó lentamente. Los artículos del proyecto relativo a la libertad de opiniones y con relación al culto público fueron discutidos largo tiempo; los miembros del clero insistían en que la Asamblea confirmase la existencia de una religión del Estado; Mirabeau protestó vigorosamente en favor de la libertad de conciencia y de culto. El 26 de agosto de 1789, la Asamblea adoptó la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano.

Estaba implícita la condena de la sociedad aristocrática y de los abusos de la monarquía. La Declaración de derechos constituía a este respecto “el acta de defunción del Antiguo Régimen”, pero al mismo tiempo, inspirándose en la doctrina de los filósofos, expresaba el ideal de la burguesía y ponía los fundamentos de un orden social nuevo que parecía poder aplicarse a la humanidad entera, y no sólo a Francia.

1. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano

La Declaración de Derechos del Hombre, a partir del 26 de agosto de 1789, constituye el catecismo del orden nuevo. Todo el pensamiento de los Constituyentes no se encuentra en ella: no es expresamente un problema de libertad económica lo que la burguesía defendía por encima de todo. Pero en su preámbulo, que recuerda la teoría del derecho natural y en los diecisiete artículos redactados sin plan alguno, la Declaración precisa lo más esencial de los derechos del hombre y de la nación. Lo hace con preocupación por lo universal, que supera en mucho el carácter empírico de las libertades inglesas, tal y como habían sido proclamadas en el siglo XVII; en cuanto a las declaraciones americanas de la guerra de la Independencia, aunque querían ser universalistas, con el universalismo del derecho natural, contenían ciertas restricciones que limitaban su alcance.

Los derechos del hombre le son propios antes de formarse cualquier sociedad y cualquier Estado; son derechos naturales e imprescindibles, cuya conservación es el fin de toda asociación política (artículo 2). “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en sus derechos” (artículo 1ro de la Declaración). Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión (artículo 2). Este derecho a resistir la opresión más legitimaba las revoluciones pasadas que autorizaba las futuras.

La libertad se definía como el derecho a “hacer todo aquello que no perjudica a los demás”; sus límites son la libertad de los demás (artículo 4). La libertad es , en principio, la de la persona, la libertad individual garantizada contra las acusaciones y los arrestos arbitrarios (artículo 7), y la presunción de inocencia (artículo 9). Dueños de sus personas, los hombres pueden hablar y escribir, imprimir y publicar, con tal de que la manifestación de sus opiniones no perturbe el orden establecido por la ley (artículo 10), y se responda del abuso de esta libertad en los casos determinados por ellas (artículo 11). libres, también, de adquirir y poseer; la propiedad es un derecho natural imprescriptible, según el artículo 2; inviolable y sagrado, según el artículo 17; nadie puede ser privado de ella si no es por necesidad pública legalmente constatada y bajo condición de una justa y previa indemnización (artículo 17); confirmación implícita de la amortización de los derechos señoriales.

La igualdad está estrechamente asociada con la Declaración de libertad: había sido reclamada ásperamente por la burguesía frente a la aristocracia, por los campesinos en contra de sus señores, pero no puede ser más que igualdad civil. La ley es la misma para todos; todos los ciudadanos son iguales ante sus ojos; dignidades, puestos y empleos públicos, son igualmente accesibles a todos, sin distinción de nacimiento (artículo 6). Las diferencias sociales no se fundan más que en la utilidad común (artículo 1ro), la capacidad y el talento (artículo 6). El impuesto, indispensable, ha de ser repartido de un modo igual entre todos los ciudadanos, según sus posibilidades (artículo 13).

Los derechos de la nación son consagrados en un cierto número de artículos. El Estado no constituye un fin en sí; no tiene otro fin más que el de proteger a los ciudadanos en el goce de sus derechos; si no lo hace podrán resistirse a la opresión (artículo 2). La nación, es decir, el conjunto de ciudadanos, es soberana (artículo 3); la ley es la expresión de la voluntad general; todos los ciudadanos, bien personalmente, bien por sus representantes, tienen el derecho de concurrir a su formación (artículo 6). Diferentes principios tienen como fin garantizar la soberanía nacional. Primero, la separación de poderes, sin la cual no hay Constitución (artículo 16). Después, el derecho de control de los ciudadanos, por sí mismos o por sus representantes, sobre las finanzas públicas y sobre la administración (artículos 14 y 15).

Obra de los discípulos de los filósofos y aparentemente dirigida a todos los pueblos, la Declaración llevaba, sin embargo, la marca de la burguesía. Redactada por los constituyentes, liberales y propietarios, abunda en restricciones, precauciones y condiciones, que limitan singularmente su alcance. Mirabeau lo hacía ver en el número 31 de su Courrier de Provence:

“Una Declaración pura y simple de los derechos del hombre, aplicable a todas las edades, a todos los pueblos, a todas las latitudes, morales y geográficas del globo era, sin duda, una idea grande y bella; pero aparece que antes de pensar tan generosamente en el código de las demás naciones, hubiera sido conveniente que las bases de la nuestra se hubiesen establecido del modo convenido... En cada paso de la Asamblea, en la exposición de los derechos del hombre, se la verá asustada ante el abuso que el ciudadano pueda hacer; con frecuencia exagerará la prudencia ante esta posibilidad. De ahí esas restricciones multiplicadas, esas precauciones minuciosas, esas condiciones laboriosamente aplicadas a todos los artículos que van a ser elaborados: restricciones, precauciones, condiciones que sustituyen casi todos los derechos por deberes, obstaculizan la libertad, y que determinan en más de un aspecto en los detalles más molestos de la legislación, mostrarán al hombre atado por el estado civil y no al hombre libre de la naturaleza».

Espíritus utilitarios, los Constituyentes hicieron, con una formulación de alcance universal, una obra de circunstancias; al legitimar las revoluciones realizadas contra la autoridad real, creían precaverse contra toda tentativa popular respecto del orden que estableciesen. De aquí la numerosa serie de contradicciones de la Declaración. El artículo 1º proclama la igualdad de todos los hombres, pero subordina la igualdad a la utilidad social; no está formalmente reconocida, en el artículo 6, más que la igualdad ante el impuesto y la ley; la desigualdad propia de la riqueza permanece intangible. La propiedad está proclamada, en el artículo 2, como un derecho natural e imprescriptible del hombre; pero la Asamblea no se preocupa de la enorme masa de aquellos que no poseen nada. La libertad religiosa recibe una serie de restricciones singularísimas, en el artículo 10; los cultos disidentes no son tolerados más que en la medida en que sus manifestaciones no perturben el orden establecido por la ley; la religión católica continúa siendo la del Estado, la única subvencionada por él; los protestantes y los judíos tendrán que contentarse con un culto privado. Todo ciudadano puede hablar y escribir, imprimir libremente, afirma el artículo 11; pero hay casos especiales en que la ley podrá reprimir los abusos de esta libertad. Los periodistas patriotas se levantaron con cierto vigor contra este atentado a la libertad de prensa.

“Hemos pasado rápidamente de la esclavitud a la libertad, escribe Loustalot en el número 8 de” Révolutions de Paris, vamos mucho más rápidamente ahora de la libertad a la esclavitud. El primer cuidado de quienes aspiran a sojuzgarnos será limitar la libertad de prensa, o incluso sofocarla; y, desgraciadamente, en el seno de la Asamblea nacional, ha nacido ese principio adulterino: que nadie puede ser perturbado por sus opiniones, con tal de que sus manifestaciones no perturben el orden establecido por la ley. Esta condición es un dogal que se alarga y se encoge a voluntad; la ha rechazado la opinión pública en balde; servirá a cualquier intrigante que haya obtenido un cargo para sostenerse en él; no se podrá abrir los ojos a sus conciudadanos acerca de lo que haya hecho, haga o quiera hacer, sin que se diga que se perturba el orden público

No hay comentarios:

Publicar un comentario